sábado, 28 de marzo de 2015

Yo, caído.

El cielo nocturno se veía cubierto por un espeso manto de nubes grises, unas nubes que tapando el brillante resplandor de la luna llena cobraban matices purpúreos. Era como un retal de seda bordado con tonos grises, azules oscuros, negros y violáceos. Era realmente precioso, era increíble como un cielo tan bonito podía de repente surgir en la hora más oscura del día, en el apogeo de la noche, en un mundo tan contaminado por el hombre, en una ciudad tan bulliciosa como aquella que ni siquiera tenía tiempo o ilusión por mirar un cielo tan mefistofélicamente tétrico, pero a la vez tan inconmensurablemente bello. Era una mezcla de algo macabro y algo precioso. Era bonito a horrores.

Si hubiera podido llorar lloraría, si sus ojos, dos pozos de luz falsa, provocada por su condición como individuo, que no por los sentimientos de su corazón, pudieran derramar una lágrima, en vez de verse siempre luminosos y bellos, si pudiera llorar a raudales cometiendo así quizás un crimen contra natura, lo haría. Su sino, ser un individuo luminiscente, un ser bello y esperanzador, y no poder de ninguna forma dejar de serlo, no poder sentir tristeza en cada partícula de su ser, no poder palidecer, enfermar, entristecerse, no poder debilitarse, deformar su cuerpo con la ira, marcando ojos sanguinarios, venas palpitantes y músculos tensos llenos de furia. Aquel era dicho sino.

El era un ángel, un ser divino, un ser lleno de luz y belleza y su naturaleza le impedía alejarse un ápice de esa situación, no podía sentir tristeza rabia e ira, más que en un pequeño recoveco de su corazón, en un pequeño lugar que era la única parte de su cuerpo, que en verdad era suya. Su angelical estado pertenecía a su tirano, amo y señor, creador de todas las cosas, omnipotente, luminiscente, omnisciente, sapiente, etc, etc, etc.

Por mucho daño que la hubiera hecho, ese dolor que la había llevado a la locura a perecer en la negra oscuridad y a morir, que había cogido un ser precioso y perfecto y la había convertido, a su alada compañera en inexistencia, en mortalidad a manos de bestias del averno, ese daño no podía reflejar culpa en él, más haya de ese rincón de su ser que quedaba sin profanar con luz irradiante.

Y en ese momento, ese dolor, esos sentimientos oscuros que luchaban por salir afuera, que luchaban por abrirse paso, por renunciar a una forma positivista y esperanzadora que aborrecía, de tal manera que preferiría suicidarse a seguir viviendo un minuto así... Tuvo una idea... Pero el suicidio no era la solución para hacer aflorar esos sentimientos que le ahogaban y apresaban. No, Porque en su condición no entraba la posibilidad de acabar con su propia vida, podía plantearse la idea brevemente, pero no podía llevarla a cabo, le era imposible y esa era una de las cosas de su instinto y naturaleza que le desquiciaban.

Pero aunque esa no fuera la solución, si había una solución, si había una salida, una forma de renunciar a ese estado divino que le desesperaba como si fuera un circulo del infierno dedicado por entero a él. Si había una manera, al menos una idea que pululaba en su mente sin cesar o así lo afirmaba esta. De tal manera decidió llevarla a cabo.

Agarró sus vaporosas y arcangélicas ropas y las rasgó dejando tras de ellas solo la desnudez de su cuerpo perfecto, esculpido y bello. Un cuerpo de piel fina y blanca, bonita desde luego, una cabeza de la que caía un torrente de cabellos dorados. Unas extremidades musculosas, un gran poderío. Y unas largas alas, de plumaje blanco. Grandes, fueres y poderosas.

Quedando desnudo extendió sus alas, abriéndolas, cuán larga era la envergadura de las mismas. Y entonces agarró el pomo de su espada y la desenfundó, desenfundó el acero reluciente con tonos rojizos, imbuido por llamas castigadoras de justicia, y la hizo girar con su muñeca, comprobando la ligereza del metal pese a su gran resistencia. Finalmente pasó uno de sus inmortales dedos por el filo comprobando la eficacia del mismo.

Alzó de nuevo las alas abriéndolas más aún y entonces con un rápido movimiento asestó un tajo. Y otro, y otro. La acción antinatural cometida por si mismo, la amputación atroz que llevaba a cabo sobre sus más celestiales extremidades, le imbuía de un dolor enloquecedor, desagradable al extremo y desquiciante, pero era una sensación que por muy desagradable que fuera no le envenenaba como su condición espiritual y natural de ángel.

Corte a corte pudo ver caer plumas cercenadas y ensangrentadas, pudo notar como rompía los huesos debajo del plumaje de aquellas alas y corte a corte volviéndose loco siguió hasta que hizo desaparecer ese par de maravillosas alas que quedaron ahora como un residuo sanguinolento en el suelo, abandonado. El dolor le corroía, le quemaba y le hacía desear miles de muertes y de castigos, con tal de no sentirlos más... Pero le liberaba de su luminiscente forma, de su irradiante poder, de su bella naturaleza pura y desquiciante, le fue liberando de esa carga que no había elegido o deseado pero que portaba, liberándole de su condición de ser celeste, dejando que su culpa, su tristeza, su miedo y su ira fluyeran, librándole de su perfección, imbuyéndole de su imperfección. Y por fin fue libre. Y ahora nada más le importaba, ni le hacía más feliz que sentirse mortal, que haber perdido su inmortalidad divina. Eso debía ser un pecado, debía ser el peor crimen, renunciar a la gracia divina que poseía, de esa forma. Pero daba igual. La libertad de poder sentir lo que quisiera, por mucho que le hundiera, le abrazaba y le amamantaba. Al fin, se sentía como el deseaba, no como debía hacerlo al ser un ejemplo de la supuesta perfección del creador...

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